Se tardó 14 meses, pero finalmente Emilio Lozoya dormirá en la cárcel. No la tocó ni siquiera cuando llegó deportado de España. Llegó a acuerdos con la FGR para denunciar a 70 personas, políticos, funcionarios, legisladores, periodistas, y desde entonces no ha podido mostrar una sola prueba contra ellos. Contó con la tolerancia de la propia Fiscalía y de los jueces que le otorgaron siete prórrogas consecutivas, incluyendo la otorgada ayer por un mes más, poco antes de que la FGR y la Unidad de Inteligencia Financiera pidieran la prisión preventiva y la propia Fiscalía reconociera que Lozoya, hasta ahora, no ha aportado prueba alguna. Pero el dato duro, el que es imposible de debatir, es que el único que está comprobado que cayó en actos graves de corrupción es el propio Lozoya.
Hay que recordar que toda la demanda del caso Odebrecht se basa en la declaración que hizo, ante autoridades de Brasil y Estados Unidos, Luis Meneses Weyll, quien fue el responsable por esa empresa de construir y administrar el andamiaje de sobornos a distintos funcionarios de varios países de América latina. Sobre la declaración de Meneses Weyll, se construyó también la denuncia contra Lozoya, a partir de la cual el exdirector de Pemex, ya acusado formalmente y detenido en España, negoció su regreso a México, adhiriéndose al llamado criterio de oportunidad, en otras palabras convirtiéndose en testigo protegido.
Las acusaciones que hizo Lozoya se basan, a su vez, en que Odebrecht le depositó 10.5 millones de dólares para, según Lozoya, financiar la campaña de Peña Nieto y para pagar sobornos que permitieran sacar la reforma energética, durante esa administración. Agregó que también se pagó para aprobar una planta de etileno durante el gobierno de Calderón.
Pero el propio Meneses declaró que en el caso de México nunca se le pidió dinero para financiar la campaña de Peña Nieto ni para la construcción de una planta de etileno ni mucho menos para la reforma energética. El dinero se lo entregó Meneses a Lozoya para que éste gestionara contratos de Pemex para la empresa brasileña. Y Meneses insistió en que está dispuesto a declarar sobre ese tema ante la justicia mexicana, como ya lo ha hecho ante la brasileña y la estadunidense. El problema es que aquí todavía nadie lo ha buscado para hacerlo, pero desde el sexenio pasado la Fiscalía tiene todas las declaraciones de los funcionarios de Odebrechet en los juicios realizados en la Unión Americana y en Brasil. Nadie puede decirse sorprendido.
Y los hechos le dan la razón a Meneses Weyll: los depósitos, está comprobado, que se hicieron a cuentas relacionadas con Lozoya, sus operadores y su familia, pero no existe constancia alguna que de allí se hayan dirigido al PRI, a Peña o a otros funcionarios, sean de Peña o de Calderón. En otras palabras, lo que dice Meneses y comprueban los hechos, es que el dinero fue para sobornar a Lozoya y que éste lo utilizó en su beneficio personal, familiar y de grupo.
¿Cómo se hubiera podido escalar la denuncia de Lozoya hasta los 70 exfuncionarios públicos, senadores, secretarios de Estado y hasta un expresidente, sin más pruebas que sus dichos? Con la capacidad de indagatoria que tienen la UIF y la FGR pueden encontrar manejos financieros irregulares y hasta faltas fiscales de muchos exfuncionarios, pero, ¿cómo se da el salto mortal para saber que esos recursos, cualquiera de ellos, son producto de un soborno, sobre todo si se pagó en efectivo?, ¿alguien deposita millones de pesos en efectivo provenientes de un soborno en una cuenta bancaria cuando sabe que es un personaje cuyos movimientos financieros serán, tarde o temprano, indagados? Un depósito en efectivo de esa magnitud realizado por cualquier ciudadano generaría alertas automáticas en el sistema bancario y en la propia UIF. Es más, ¿por qué diablos se tendría que sobornar a alguien para que vote a favor de una iniciativa que estuvo públicamente en su agenda durante años, desde mucho antes que la iniciativa se presentara?
Lo de Lozoya es una oportunidad también para el propio gobierno federal. Ninguno de sus casos, tan insistentemente publicitados, es judicialmente firme. Hay más política que justicia y ya hemos pasado la mitad del sexenio, incluso el debate sucesorio se muestra en todo su esplendor. Es hora de tener mayor sensatez y de no seguir judicializando la política. Los debates pasan por otros espacios, otras realidades.
Hay que insistir en ellas: estamos en medio de una crisis de seguridad de alcances inabarcables, con actos de violencia terribles, como la masacre, otra más, ocurrida el fin de semana en Michoacán, donde los once asesinatos no eran hombres, algunos prácticamente niños, relacionados con el crimen, sino jornaleros agrícolas, aguacateros. La economía está lejos de haberse recuperado, el último trimestre no crecimos, decrecimos un 0.2 por ciento. Y siguen los daños provocados por la pandemia, por leyes que han terminado siendo costosas como la que impidió la subcontratación (el sector servicios cayó 31.4 por ciento en el tercer trimestre del año). Y una larga lista de problemas que se agudizan día con día.
Lozoya debe estar en la cárcel. La política no puede seguir siendo judicializada. Ojalá se haya aprendido algo del caso Lozoya.
Fuente: Excelsior